De Jerez de la Frontera se ha dicho que es una ciudad muy señorial, muy distinguida y con mucho boato.
Es verdad. Jerez tiene el semblante de una vieja dama de la aristocracia decimonónica que por nada del mundo estaría dispuesta a desprenderse de sus maneras y oropeles. Esa pose noble y esclarecida tiene su contrapunto en otro carácter más zalamero y burlón, más desenfadado y vital, más propio, en definitiva, de las tierras gaditanas que habita.
El porte señorial de la ciudad queda fielmente representado en sus barrios del centro. Entre una maraña de estrechas y blancas calles se alza el viejo Alcázar. La primitiva fortaleza del siglo XII, residencia durante muchos años del califa de Sevilla, acogió en su día la mezquita aljama. Tras la reconquista, Alfonso X 'El Sabio' la consagró como templo cristiano bajo la advocación de Santa María la Mayor. A su lado está el palacio de Villavicencio, un delicioso espacio utilizado en la actualidad como centro cultural y social.
A la sombra del Alcázar, entre una alameda de altas palmeras, se yergue la Catedral. El templo mayor de la cristiandad jerezana es ecléctico, tanto por fuera como por dentro. Su construcción es el resultado de muchas épocas y de muchos hombres. En su museo, levantado entre capillas y altares, se muestra el lienzo de Zurbarán 'La Virgen niña'.
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