Sepan que cuando despunte el verano Mazagón, sus playas y sus dunas vestirán otro color distinto al que ahora tienen.
Se arroparán con un tono más difuminado y luminoso, más vivaz y explícito. Habrá colores ocres y azules esmeraldas para la mar y el horizonte. Anaranjados y violáceos para la hojarasca y la broza, grises enlutados para los troncos y las dunas quietas.
Pero será hermoso. Hay quien dice -los marineros sobre todo- que en estos días ya se intuye la nueva estación. Los cirros que decoran el cielo presagian días de vientos calurosos llegados de aquella línea acuosa y extraña por la que hace más de quinientos años se perdieron tres carabelas con bandera castellana.
Debe ser por ello que a las playas de este ancho litoral las apellidaron de Castilla. Motivos tuvo la corona para engrandecer estas comarcas del poniente andaluz. La Rábida, Palos o Moguer dejan hoy testimonio de que hubo un tiempo en que Huelva fue grande y soberana.
Mazagón no pasó de ser durante muchas décadas un poblacho blanco de pescadores humildes y sencillos perdido entre la espesura y la fragosidad de las marismas de Doñana. Hoy es un municipio turístico que estos días comienza a llenar sus calles y sus plazas.
El caserío se despliega en torno a un recogido barrio de inspiración colonial que mira al infinito océano que parece retarlo cada día. En torno a él han crecido en los últimos tiempos urbanizaciones turísticas, pero nada parecido a lo que se ha levantado kilómetros abajo, por Matalascañas, donde las moles de hormigón opacan la belleza de una de las playas más hermosas de esta luminosa costa. (El Mundo)
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