Desde las mansas aguas del río Guadajoz, desde los campos de cereales y olivos que cincelan la campiña cordobesa, el castillo de Espejo se antoja un espejismo entre tanta llaneza y horizontalidad.
La vieja fortaleza medieval sobresale entre el caserío blanco, encaramada a un cerro altanero desde cuya muela se advierte un paisaje tierno y pacífico, sin aristas, sin amenazas, sin sobresaltos que distraigan el manso espíritu del viajero.
Antes de que los árabes ocuparan este solar, antes de que se iniciaran las obras de la primera alcazaba, las tierras de Espejo estaban habitadas por romanos, muchos de cuyos objetos se pueden contemplar hoy en el Museo Arqueológico Nacional y en Arqueológico Provincial de Córdoba, ubicado en el palacio de los Páez de Castillejo.
El pueblo fortaleza
En tiempos de al-Andalus, Espejo estuvo protegida por sólidas y altas murallas. Cuando fue conquistada por Fernando III la villa pasó a manos del señor Pay Arias de Castro. Cuenta la historia que sus herederos la engrandecieron para afianzar las comunicaciones entre Granada y Córdoba.
Con Fernando IV, el pueblo volvió a afianzar sus murallas, creando en torno al cerro la fisonomía de un pueblo fortaleza cuyo subrayado urbanismo ha llegado a nuestros días.
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