Pocas ciudades de España son capaces de suscitar tanta fascinación.
Jerez de la Frontera es capaz de conciliar dos personalidades aparentemente contrarias. De un lado es la ciudad más señorial y distinguida de Andalucía; de otro, es zalamera, burlona, desenfadada y vital.
Desde hace siglos, por Jerez de la Frontera circula una leyenda que asegura que el dios de la belleza y la alegría, harto de conocer lugares donde establecer su morada, buscó refugio en las tierras del sur andaluz y al entrar a la ciudadela no tuvo empacho al declarar: 'A partir de hoy está será mi casa'. No andaba despistado aquel dios mitológico.
Aquí nació el vino del sur, y el flamenco, y los caballos de pura sangre. En Jerez, en suma, comulga el más rancio abolengo con la vivacidad más fresca y descreída que uno pueda soñar. Ese gesto y embrujo reside en los barrios del centro, a la sombra de las estrechas y blancas calles, al lado del viejo Alcázar.
La primitiva fortaleza del siglo XII, residencia durante muchos años del califa de Sevilla, acogió en su día la mezquita aljama. Tras la reconquista, Alfonso X 'El Sabio' la consagró como templo cristiano bajo la advocación de Santa María la Mayor. A la sombra del Alcázar, entre una alameda de altas palmeras, se alza la Catedral.
La iglesia mayor de la cristiandad jerezana es un resumen de estilos arquitectónicos. Su construcción, iniciada poco después de que las legiones cristianas entraran en la ciudad mora, es el resultado de muchas épocas y muchos hombres. En su museo, levantado entre capillas y altares, se muestra el lienzo de Zurbarán 'La Virgen niña', una de las telas más enternecedoras del pintor de la luz. (El Mundo)
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