Amanece en Doñana. Aún no ha salido el sol y el agua está gris, bajo un cielo también gris.
La que precede al alba es la hora más tranquila del día, incluso en este pequeño rincón encharcado de las marismas del Guadalquivir, el lucio del Cerrado Garrido. Pero en Doñana la inactividad no existe, y mucho menos en un año tan húmedo como este, en el que la tierra rebosa de agua.
Ni un minuto de silencio. Los coros de anfibios no han parado en toda la noche. Las cigüeñuelas no han dejado de chillar, ni los flamencos de quejarse. Algunos habitantes del día se anticipan a la salida del sol. Desde los penachos de los carrizos cantan los carriceros, los comunes y los tordales.
Las sorpresas se acumulan. ¿Qué hace una golondrina posada entre las cañas y a estas horas? Aquí no está criando, ni comiendo, porque los insectos que caza en el aire aún no han levantado el vuelo. A sus pies protesta un calamón, con un gruñido largo, interminable.
Los zampullines chicos se activan con la proximidad de las primeras luces.
Hay tanta agua este año en Doñana que las llanuras fangosas están encharcadas y las aves limícolas, que siempre buscan la dispersión, están obligadas a amontonarse en las orillas. En el momento en que el sol asoma por el horizonte, los archibebes comunes redoblan sus silbidos, dulces, aflautados. Unos silbidos que, sumados, forman una melodía enrevesada.
Pese a todos sus problemas, a todos sus males, Doñana sigue siendo un lugar único en el mapa de la naturaleza. (El Mundo)
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