miércoles, 23 de septiembre de 2009

Ronda y su leyenda romántica




Ronda está cortada por un violento navajazo. El Guadalevín, al que los árabes apellidaron con el dulce nombre de río de la leche, amputa en dos la ciudad.

Al principio, el río desciende con docilidad hasta que sus aguas hocican en los farallones de roca que se levantan como sombras a los lados del Tajo. Al final, el agua se despedaza en mil partículas, dibujando una elegante cola de caballo que termina perdiéndose entre los cauces y las orillas.

De esta forma, Ronda queda dividida en dos: La ciudad vieja y la ciudad nueva. El Puente del Tajo, proyectado en su día por Juan Martín de Aldehuela, une las dos ciudades desde la segunda mitad del siglo XVIII. Noventa y tres metros lo separan del lecho del río Guadalevín.

La Ronda vieja está envuelta por las leyendas románticas. La Ronda nueva es una ciudad mundana y bulliciosa, muy andaluza y vivaz. Repartida entre alargadas avenidas y alamedas, la ciudad del último siglo está decorada por plazuelas e iglesias decimonónicas. Hay en ella miradores abismales que se abren a la anchura de la sierra. La plaza de toros que dio renombre a Pedro Romero es su monumento principal. El coso más hermoso del mundo celebra en septiembre sus tradicionales corridas goyescas.

La Ronda vieja es otra cosa. La calle Armiñán es su columna vertebral. Siglo y pico llevan algunas tiendas de anticuarios abriendo sus puertas bajo los soportales de esta luminosa y serpenteante vía. En las vetustas almonedas, entre corredores y pasillos que conducen a perfumados patios, se apilan muebles de madera noble que pertenecieron en un tiempo a la aristocracia rondeña. Hay cuadros, sables, trabucos, pilastras y hornacinas carcomidas por el olvido y el tiempo.

Enlucida por las casonas solariegas y los palacetes señoriales, a la calle Armiñán le nacen otras callejuelas más estrechas y quebradas que bajan hasta la Casa del Rey Moro. La leyenda romántica de Ronda reside aquí, entre el empedrado de los suelos las cruces de los caminos y los ventanales confinados entre el hierro y el silencio. La Casa del Rey Moro, que la levantaron allá por el siglo XVIII, tiene un jardín donde reinan los rumores del agua tibia, las plantas perfumadas y los azulejos de vivos colores.

No hay comentarios: